Gusta el Maestro Mateos de pasar las mejores horas de la tarde, cuando es que el sofoco comienza a apaciguarse, en animosa conversación con afines y desafines a su verba, pues de todo ha de haber si se busca una charla productiva y no mero el chachareo de bocas alicaídas o alienadas [palabra que poco se hace oír en las tabernas], alrededor, siempre, de una botella del buen vino de la tierra; ese vino bronco de uvas negras y jugosas capaz de encrespar hasta al mismo Lázaro que lo probara.
El Maestro Mateos es hombre sencillo y cauteloso por lo común, mas cuando el vino cunde en la mesa de la taberna, cumpliendo con creces su encomendado cometido, momento en que todos los asistentes se vuelven como piedras de mechero, enseguida prestos a soltar sin previo aviso su chispa incendiaria, él, como a su vez los otros, suele porfiar a favor de las mayores extravagancias que el vapor del pirriaque agita su, por lo demás, bien amueblada cabeza, pero en cuyo trastero deben acumularse, sin orden ni concierto, esos otros muebles que sólo aguardan la oportunidad de recuperar su antiguo sitio en la casa, como el mono que llevamos dentro pugna por recuperar su animalidad más retraída.
Entonces, poseído la euforia festivalera del alpiste afloja lenguas, el Maestro Mateos, al igual que el peor de los nihilistas, el más radical de los profetas apocalípticos, hace crujir el ya calentado ambiente, soltando sus imponderables amonestaciones contra todo y contra todos; contra esto uno y aquello otro de cuanto en el mundo le alimenta la tirria que le viene carcomiendo las entendederas, al igual que el óxido al hierro, desde que se doctorara en Metatísica con una tesis sobre “El malestar de la cultura y sus efectos en la vida diaria del Ser pensante”. Fue encontrándose en mitad de la redacción de la misma, circunstancia que el Maestro Mateos considera crucial en el desarrollo de su pensamiento, que se cayó del caballo, como el mismísimo Pablo de Tarso –aunque él saliera del incidente peor parado que el viejo doctrinario– y se reconvirtió de entusiasta en detractor; de ángel en diablo; de buena persona en mal bicho; de uno en dos: un Maestro Mateos bonachón y constructivo a las hora claras del día y otro Maestro Mateos desaforado y destructivo nada más apagarse el sol en la lejanía. Porque entonces, solo entonces, cosa que ya hemos adelantando, pero que el trazado de esta narración nos fuerza a repetir, al favor del vino aflora su inconsciente malherido y comienza a canturrear, a cada palabra con mayor vehemencia, la lista de cuantas aportaciones de la maldita Cultura siguen triunfando en amargarle su plácida existencia a la perpleja Humanidad, que no sabe reaccionar a tiempo, ni ganas que parece tener.
Hoy, por situarnos en el presente más inmediato, en lo que oímos mientras compartimos mesa con el Maestro Mateos, tal bestias mansas y complacientes, ha sacado del pozo de esos innúmeros adelantos civilizadores que, según él, se establecen en nosotros con la única finalidad de entorpecernos el vivir sin fama a cambio de la gloria de un sinvivir civilizado, al comer espinacas cocidas y las películas en versión original y el olor dulzón del tabaco de pipa y el club de los corazones solitarios y los pasquines de casas de masajes y las rosas cúbicas de los poetas y las hileras de las procesionarias del pino y el licor de moras y que te soliciten un favor y las propiedades comunes de las vitaminas y el clamor de los atletas y las encuestas electorales y los ambientes sobrecargados y la sopa recalentado al microondas y las olas y las primaveras y los columpios y bailar pegado y las traducciones del portugués y los portaminas y los portaviones y las dentaduras postizas y los coches de motor eléctrico y la hora de acostarse y los teleñecos y el calor húmedo del agua caliente y las piperas que venden cigarrillos de matalauva y las tiendas de semillas exóticas y los brotes sicóticos de los alumnos díscolos y los sombreros de ala ancha y las cachiporras de los municipales y las camisas de fuerzas y los sillines de las bicicletas y el gallo de morón y los molletes de Antequera y las ensaimadas y los andares cansinos y las excursiones a la montaña y la ley de la gravedad y leer libros recomendados y los brazos de algunas mecedoras y los farolillos de los restaurantes orientales y los inviernos fríos y de poco llover y los estados de derecho y los ingredientes de la purrusalda y los vientos en la cara y el pan de molde y los espacios abiertos y los libros de bolsillo y el morirse los seres queridos y la parsimonia de las salamanquesas y saber por dónde vas y perderse los seriales de la radio y contar sin los dedos y las músicas sordas y los pantalones ajustados al culo y las aceitunas negras y las retrasmisiones deportivas y los crecepelos…
Y así como les cuento, el Maestro Mateos, jornada tras otra –descontando los días festivos y los del mes de agosto, que la taberna cierra para merecido solaz de sus dueños y servidores–, se explaya expandiendo entre los bayucanos, que no faltamos a las citas sin causa justificada, la interminable nómina de los condicionantes invisibles que la dorada civilización, el inagotable progreso, en su avidez de novedades, y en el querer pernicioso de hacer de todos nosotros una especie trascedente, dice ir regalándonos al objeto de sacarnos, algún mañana, de nuestra congénita estupidez de origen, y que por ser cosas de tan sencilla apariencia y de tan común protagonismo, se aceptan con enorme desparpajo y confianza en sus intenciones, cuando lo cierto es que, hasta el momento, ningún aprender más, ningún caudal de conocimientos adquiridos, nos ha librado de la estupidez.
Pero, aunque así no lo quiera el Maestro Mateos, él sabe bien que hay que seguir enseñando (vocación no le falta), pues de no dejar de ser estúpidos, seamos, al menos, unos estúpidos ilustrados. Buena gente que sueña con regresar rendidos a las salvíficas labores del campo.
(A Agustín García Calvo, maestro interminable)