Elisabeth Candina Laka

Elisabeth Candina Laka
Catedrática
Discurso de ingreso en la Academia Estúpida de las Artes y las Letras.

Presentado por la aspirante a idiota Elisabeth Candina Laka

Queridos y deslustrísimos miembros de la Academia Estúpida de las Artes y de las Letras:

Soy inocente. Inocente de todos los cargos que se me imputan. Los inventados y los otros. No soy un demonio, tampoco una bruja (entendiéndose esta como una mujer que se desplaza por los aires a horcajadas de una escoba voladora), puesto que no poseo ningún poder sobrenatural más allá de elevarme diez centímetros del suelo. Lo consigo con la fuerza de mi mente, y, doy fe, que Belzebú (¡Ensalzado sea Dios, Señor de los Mundos!) en nada ha contribuido a mi elevación centesimal.

Pero debería comenzar por el principio y que los oídos que escuchen mi historia juzguen mi relato. Todo comenzó cuando encontré el catalejo bajo el tronco del naranjo.

La habitación donde vivo, junto con otras treinta mujeres, está rodeada de ventanas que dan todas a un jardín poblado de mil especies de árboles frutales. El Califa nos visitaba todas las noches y cada vez elegía una diferente, ora morena, ora rubia, en otra ocasión la gorda, y así, hasta que me hizo su favorita.

Comenzó entonces a requerirme noche tras noche.

«En ti se concentran todas las bellezas», me decía mi señor cuando me desabrochaba y quedaba con la camisa abierta frente a sus ojos como lunas junto a la mosquitera del dosel: «En una parte gorda y en otra delgada, un lado moreno y otro rubio».

Y así era. He heredado los rasgos mezclados de mis antepasados. Estos se remontan a los tiempos de Aquiles, cuando en el campamento de los aqueos la primera mujer de mi sangre ungía de aceites perfumados y frotaba el cuerpo de este dentro de una tina. Luego se dispersaron por Oriente Medio, llegando hasta Granada y Córdoba, de donde fueron expulsadas unas, y otras se convertían al cristianismo.

También hubo muchas que, en el nombre del Profeta, se lanzaron con sus mejores vestidos de oro y lapislázuli desde los minaretes.

—El resto de la historia ya la conoces, señor mío.

—Sí.

Una rama de quienes habían sido expulsadas de España se instaló en Túnez y Argel.

Así pasaban las noches, contándole a mi dueño los viajes de mis antepasados, hasta que llegué a este jardín que es una luna a donde mi señor viene a buscarme al anochecer desde hace más de cien días.

Como cada tarde, me había bañado y perfumado y esperaba a mi dueño en el jardín cuando, distraída, tropecé con algo que sobresalía entre las raíces del naranjo y caí. El perfume dulce como miel del azahar y el encuentro con mi dueño me habían nublado el entendimiento. ¿Qué era aquello? De entre las raíces y pétalos de azahar sobresalía algo dorado.

Escarbé un hoyo más profundo y pude descubrir que se trataba de un catalejo.

Aquella noche el Califa se presentó en las habitaciones con sus mejores ropajes, una esclava tocada el laúd y los eunucos nos sirvieron almendras con granadas y gallina a la naranja. No me quedé, sin embargo, como otros días hasta el alba pues el Califa debía reunirse con el nuevo Visir y con su hijo al amanecer.

—Vete ahora —me ordenó cuando terminamos de cenar. La esclava me pasó una toalla y me limpié las manos.

Bajé al jardín y de allí al naranjo. Aunque no desenterré el catalejo aquella noche. Fue más tarde, con la llegada del nuevo Visir y su hijo.

Había un gran revuelo a la mañana siguiente en el harén. Se contaba que desde Bagdad hasta Damasco no se encontraba un joven más bello que aquel. Sus ojos era dos lunas y tenía el talle esbelto y fuerte como una pantera.

El Visir y su hijo llegaron con el alba. Estuvieron reunidos largo rato con el Califa. Las esclavas que les servían café y dulces fueron las primeras en avisarnos de la elegancia del joven. Se movía y hablaba con tanta gracia como una fuente. Ello me dejó con el entendimiento oscurecido ¿Sería cierto todo lo que contaban de él? ¿Habría alguien que superara en elegancia al Califa Umar Al-Uman?

Por la tarde, las bailarinas fueron llamadas, y cuando regresaron al jardín no hicieron más que corroborar la belleza del hijo del Visir, lo cual aumentó mi pasión por el joven.

El Visir y su hijo marcharon a medianoche, pero sus visitas se hicieron cada vez más frecuentes. El Califa había ordenado al Visir que trajera siempre a su hijo con él.

Las esclavas les servían café y dulces, tocaban el laúd y bailaban; todo sucedía en el piso superior.

Montada en cólera, perdí el color que tanto gustaba a mi dueño y entonces el Califa dejó de reclamarme por las noches y ahora venía a buscar a la esclava negra.

—No debo acercarme al color de los muertos —me dijo.

—Señor, pronto me curaré y cobraré el color —supliqué en vano.

Entonces mi señor se volvió y miró a la negra:

—Belleza que acoge a la luna y confunde a los amantes —suspiró. Y con estas palabras, subieron los dos abrazados.

Con tantas horas de soledad, no hizo más que crecer el amor que sentía por el hijo del Visir y la locura me inducía a perseguir su rostro con el catalejo. Lo había desenterrado y esperaba, escondido entre mis ropajes, la ocasión que me brindara el tiempo para mirar por él al joven que me quitaba el sueño.

Un sábado que paseaba por el jardín, me quedé mirando el tronco del naranjo y vi cómo este crecía por encima de la tapia.

Esperé la noche y trepé, comprobando lo que había imaginado. Después, permanecí allí recostada en la última rama hasta el alba; y, cuando los vi aparecer aquella dichosa mañana, apunté el catalejo al turbante del joven y (¡ensalzado sea Dios!) me quedé muda.

Regresé durante cien noches y quedé muda cien veces (¡loado sea el Señor de los Mundos!). Y entonces, con ardides que sólo las mujeres conocen, pude verme a solas con el joven.

Llegó por fin la noche que me quitaba el sueño y mi amado trepó hasta mí y quiso deprenderme del velo para juntar su boca.

—Señora mía, cuánto te deseo.

—No, espera, amado mío —le dije—. No está bien quitarse el velo.

—Y, entonces, ¿cómo voy a besarte, amada mía?

—Espera un poco, señor mío, que algo he pensado.

Aparté el velo y lo coloqué de medio lado, tapando la sien y la oreja izquierda, y nos besamos y jugamos hasta el alba. Yo todo el tiempo con el velo cubriéndome la sien y el oído izquierdo.

Pero entonces ocurrió lo que me ha traído hasta este tribunal.

A la mañana siguiente, después de despedirme de mi señor, y distraída en el amor que me abrasaba, quedé con el velo de medio lado.

Al verme, presas de la envidia que mi graciosa compostura les había provocado, todas las esclavas y damas del jardín imitaron mi gesto, pues, una después de otra, afirmaba que así solo tenían buenos pensamientos.

«Yo odiaba a Fatim y ahora solo tengo buenos pensamientos y la quiero como a una hermana», exclamaba una esclava, «Yo he perdido los celos que sentía por ti», añadía otra.

Y así, una a una confesaba los malos pensamientos que habían tenido y que, conforme iban colocándose el velo de aquella manera, iban cambiándose por buenos.

Al anochecer, cuando el Califa mi señor vino a buscar a la esclava negra, encontró lo que he contado y así se formó un revuelo y mandaron apresarme.

Esta es mi historia, que me juzguen los oídos que me han escuchado

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