RAPASODIA
Martaerre Sobrecueva

La rapasodia no es una rapsodia, tampoco un episodio de rap.

La rapasodia podría venir a ser la esperanza de odiosas diosas de la lírica.

La Rapsodia se convierte en muletilla, cuando la empleas como recurso lingüístico.

Porque la rapasodia no ha venido para quedarse, ni volverse, no obstante perdurará en la mente de dos personas; la que la descubrió y la que la ocultó.

Por ello, deseo en voz alta, un gran aplauso al público que aquí nos acompaña. Me tomo dos rapasodias y me voy a dormir.

Pero rapasodia, déjenme insistir, viene, de un error al estornudar. Un error por no hallar la primera salida al contagiarse de un constipado común, como el covid. De vomitar versos sin rima, sin duda, ¡sin gas!

La rapasodia española no deja de ser septentrional, lo cual no aqueja nunca de ser el hándicap meridional de las políticas lingüísticas presentes, pasadas, ni previstas en los circuitos poéticos consuetudinarios del momento.

La rapasodia no es tampoco un desliz volcánlico, siquiera consonántlico. Para ello han debido de transcurrir muchas oleadas en los últimos años. Mascarillas de todo tipo han debido de ser utilizadas, recicladas, desgastadas, mutiladas en tooodo tipo de superficie e hipermercado digital. La rapasodia ha sobrevivido a toda mascarada, porque, hagamos memoria, esta hélice creada para girar las palabras suscribe la esencia de tanta vivacidad en la cúspide del arte de acción, porque es la poesía la que se discute, quizá disculpa, entre la vida y la muerte.

No ha venido este recurso literario a solventar los problemas de tantos otros. No. Pues su razón no se aleja de la incongruencia: en definitiva, se reduce a que existe un más acá, que un menos allá se perdería en las colinas de un horizonte de perlas cautivadas y la cuestión es, dónde existiría dicho huerto del «no estar» y dónde estamos nosotras, las personas que delatamos vecinos ruidosos, sino en la composición que dé armonía a nuestras vibraciones internas que desembocan en palabras acompañadas de palabras. Y eso es la rapasodia, el recurso literario que engloba todos, pero que se queda solo sólo por abandono de sus compañeros de verso.

Denunciado este desencuentro, la rapasodia busca editorial entre las piedras. Dicha búsqueda comenzó en un AEIOU, destornilló varias gradas de teatros romanos, para lo cual hubo de emigrar, se decoloró el vello público, rasgó las vestiduras de diversos santos de altares precolombinos, disuadió policías al cruzar en rojo a la izquierda, en definitiva, no volvió a merendar en merenderos, por redundante que sonara, por disgustarle la manera en que se había vertebrado el poema al cantar al Cristo de los gitanos, que ni con sangre en las manos podría descabalgar más versos, ni fonemas que le ofreciera un poco de paz, por amor al prójimo, tan próximo al vértice que conecta la vocal con el vértigo de la consonante flamenca de Flandes, que ya no se llama así sino de la manera que la mañana despierta en la mayoría de descendientes de torres de Babel, donde los idiomas se enseñan a pares y los pares se llevan en los pies.

En definitiva, si la rapasodia tuviera una oportunidad entre los distintos discursos y disciplinas actuales, no sería un ácrata, sino la voz por llegar en tres minutos de aplicación informática, pero que se retrasa otros tres, coma periodo, hasta que una aliteración se revelara cual onomatopeya que no para ni masía en los campos de la labranza poética.

¿Termina la pregunta siempre en signo de interrogación?

La respuesta discierne sin dicho apoyo estructural. No será sino la rapasodia el bastón, la alcayata o hembrina embrionaria que la define frente a la laguna, sin vértice, que constriñe la ausencia de delfines en estos mares donde las poetas aún escriben. Vale.