Presentado por el aspirante a idiota Mariano H. de Ossorno
Contemplo moscas, como un buen y adiestrado Contemplador o me ausento in situ. Un falso dilema entre el Ser y la Nada cuando ya no tienes donde caerte muerto. Estoy –y no me pregunten ni cómo ni porqué he llegado hasta aquí– en el Museo de Arte Reina Sofía, antiguo hospital de pobres situado en el centro de Madrid. Miro, porque la ocasión así me lo demanda, el Guernica, y sólo soy capaz de pensar lo mal ordenado que debían estar las cosas momentos antes de acabar como lo pinta el cuadro de un disléxico Pablo Picasso, que nunca anduvo por allí.
Al pronto de estar se me acerca un recio vigilante de sala vestido de lagartero y me impele a decir quién soy, mi signo del zodíaco, el origen de mis zapatos, si he venido para quedarme, si entiendo el arte contemporáneo, si soy Amigo del Museo, por este orden. Indignado lo mismo que un muchacho del extrarradio ante el abigarrado escaparate de una pastelería de la calle Velázquez, en el dulcísimo Barrio de Salamanca, Madrid, le confieso lo que me estaba prohibido confesar: Soy el inspector encargado de llevarme las moscas que pululan por allí sin haber abonado la entrada. Al vigilante, con faz de rústico provinciano, parece estimularle los sentidos mi respuesta y me entrega una escopeta de dos cañones. Por si las moscas, me dice al oído antes de dirigirse a mamporrear (verbo intraducible) a ciento dos japoneses, que ya se fotografiaban junto al lienzo del pintor malagueño.
Prohibido hacer fotos en color, les escupe a la cara por echar de menos la escopeta que con tanta generosidad me había donado o prestado o alquilado. Los japoneses se defienden a pedradas teledirigidas desde sus teléfonos móviles. Acude presta la policía municipal esgrimiendo sus cuadernos de multas al instante. Los japoneses se resisten, kamikazes de la
libertad de expresión. Vienen los antidisturbios y despejan la sala de malos modos. El suelo queda cubierto de bolsas de frutos secos y patatas fritas a la inglesa, latas de cerveza y refrescos inanes, pañales de bebés, balas de goma, botes de gases lacrimógenos, sangre loja de los japoneses, compresas perdidas al vuelo, rogativas y plegarias, cuyo significado zen se desconoce. Entra Pistoletto y lo amontona todo sobre una peana dorada. Se restablece el orden museístico. A mis moscas y a mí, que nos manteníamos al margen pese al mosqueo, nos expulsan por considerarnos representantes no acreditados del arte clásico.
A la salida [precipitada] me retiran el carné de Contemplador y mi meten en la boca una tarjeta [roja] en la que, sin mucha literatura, se expresa que, desde la fecha y hasta que el cielo rompa aguas, tengo prohibida la entrada a cualquier Museo Nacional y el acceso a becas y subvenciones convocados por el Ministerio de Cultura; Gobierno de España.
La puta, qué cruel es estar vivo, tuerzo un verso singular del argentino Mario Pablo Ortiz, y lloro hasta inundar de lágrimas y mocos la plaza de Juan Goytisolo. Desespero. Mas cuando la desesperación está a punto de transformarme en el héroe llorón de la penúltima Guerra Civil Española, que me escogió para militar en el bando equivocado, atisbo un rayo de luz (Marisol), un auténtico arco iris de beatíficos colores en el horizonte. Es la figura de Manuel Borja Villel, a la sazón director del Centro, que encamina (es una forma de decirlo) su góndola veneciana hacia el lugar donde me encuentro: subido a lo más alto de la escultura de Alberto: El pueblo español tiene un camino que lo conduce a una estrella, para, al menos, librarme de morir ahogado en las brumosas aguas, las cuales también intentan escapar dirigiéndose a la estación de trenes de Atocha, pues el río Manzanares no va a dar a la mar.
A salvo en la gloriosa góndola, Manuel y yo –con las moscas ya he perdido el contacto y la familiaridad mantenemos una conversación inconfesable. El me dice y yo lo digo cuanto nadie más puede escuchar. Pero en el deber de seguir informando a quienes están siguiendo con atención los pormenores de esa jornada particular [con Sophia Loren y Marcello Mastroianni como actores principales] que me cupo vivir en el desarrollo de mi obtusa carrera artística y ahora les estoy relatando, pienso que lo oportuno es ponerles al tanto de cómo concluyó el asunto. Favorablemente para mí, les adelanto.
Enterado Manuel de mi lamentable situación, tras una larga y prometedora trayectoria de artista experimental, no pudo menos que apiadarse de mí, concediéndome, si no el Premio Nacional de las Artes, que ese año recaería en nuestro común amigo Juan Hidalgo, ¡Viva Zaj!, la posibilidad de convertirme en agente doble con licencia para exponer.
¡Oh!.!.!.!.! Por fin… cuántos años esperando este momento (sic), exclamé rememorando uno de mis poemas más esperanzados, de esos que se escriben mientras todavía saboreas el dulce fruto del amor en los labios; casi al pie del orgasmo que vendrá con el fin del mundo.
Yo agente doble, y triple si fuese preciso. Agente múltiple, polifacético, tontilisto. Maestro zen y tonto de pueblo castellano. ¿Qué más se puede pedir?
(Excurso. Bueno, una vez puestos, creo que debes aprovechar la ocasión y pedir, por ejemplo, que tiriten azules los astros a lo lejos; que cuando se apaguen los faroles se enciendan los grillos; que al olmo seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, le salgan algunas hojas nuevas, y hasta una tarjeta de crédito sin límite. Dos trajes, uno para cada agente; camisas, zapatos con teléfono incorporado; una pistola star 9mm; ir a celebrarlo por
todo lo alto.)
Pero el asunto era más serio de lo que yo estaba capacitado para comprender, en el estado de embriaguez en el que me encontraba. Pero sí vi a Manuel transformarse en el alto ejecutivo que intentaba ocultar bajo su manto proteccionista y me encargaba, ya, con prisa, mi primera misión como espía a dos bandas. Debía infiltrarme en las filas de los jóvenes airados que seguían dale que dale con la inquina de la experimentación, més lluny, sempre molt mes lluny, como en la cancioneta de Lluís Llach, y así alimentaban la fobia contra los valores del mercado, convenciéndolos de lo justo y conveniente de donar sus parcas y obtusas obras, si se las puede llamar así, a su Museo, donde era que tenían un futuro preferente en la sección de modas y vanguardias. Mientras el otro agente que también era yo una vez me afeitaba y me domaba las greñas, aunque conservando algo del desaliño indumentario del artista pobre e idealista, de un místico prê à porter, se colaría en los almuerzos de los Consagrados al objeto de darles que pensar en rebajar los precios de sus valiosas creaciones, puesto que el Museo andaba escaso de recursos y sólo podía aumentar sus fondos caso de que las viudas de los artistas más valorados se decidieran a pagar los impuestos de la herencia recibida, entregándoles obra certificada a cambio de su condonación.
Y en eso ando desde aquel magnífico día en que me admitieron en la Academia Estúpida de las Artes y de las Letras (o sea, empeñado). Fatalmente comprometido, por detrás y por delante, en la noble y artificiosa, a más de estúpida, estulta, mensa, insensata, estólida, necia y bien diría si la llamase acanallada, tarea de transformar y conservar la Historia del Arte en todo su esplendor y su reconocible fatuidad.
Sobra comentar que ningún éxito me azuza y ningún fracaso me para. Trabajo como un tonto para nada y ya ni siquiera espero hablarle a Dios un día. ¡Viva la Inopia!
CURRICULUM
Mariano de Hossorno, por elección propia.
Nacido en Granada el mismo día en que el valenciano Maestro Rosillo pescaba en aguas cántabras una lubina descomunal, que me robó las primeras páginas de los periódicos.
Crecí y me afee con los años, penoso requisito de los poetas (?) heterosexuales.
Parí algunos libro de cuyos títulos me he olvidado y no consiento que me los recuerden.
Vivo sólo a la espera esperanzosa de que cuando el mundo acabe conmigo, sea igualmente que yo acabe con el mundo.
No obstante, confío en que queden algunos y algunas, más de éstas que de aquellos, dispuestos a hacerme un glorioso homenaje.