María Jesús Ruiz
Catedrática
Discurso de ingreso en la Academia Estúpida de las Artes y las Letras.

Presentado por la aspirante a idiota María Jesús Ruiz

Eso lo aprendí siendo yo una chiquilla, o debería haberlo aprendido, y así me hubiera ahorrado algún disgusto: los tontos tienen una polla enorme.

(María Soto)

Anita Lago, paya, rubia, simpatiquísima y muy bajita, se casó en el verano de 1890 con José Fernández, un gitano grande y manso que nunca cantó, a pesar de ser hijo, nieto, sobrino y primo de cantaores, Los Sordera, criados todos en ese triángulo incandescente del flamenco que desde que Dios no existe forman, en Jerez, la calle de la Merced, la calle Nueva y la calle Cantarería.

Al año y medio de la boda Anita dio a luz mellizos, niño y niña, Juan y Mercedes, que llenaron con sus cuerpos los grandes brazos del gitano José y con sus risas la emoción dichosa de su madre, quien diariamente sacaba a los niños al sol del patio blanco para que escucharan las guitarras y se fueran acostumbrando al jolgorio de la vecindad. «De carita son gitanos, como José –explicaba Anita a sus comadres-, pero el genio es mío, se ríen con todo y nunca tienen sueño».

El matrimonio vivía alquilado en una casa de la calle Nueva; habían buscado por allí su hogar para estar no muy cerca de Dolores, la madre de José, matriarca severa de seis hijos varones a la que ninguna de sus seis nueras acabó nunca de cuadrarle y de la que sus muchísimos nietos no recibieron especial cariño. Era una casa de vecinos, grande y destartalada, donde vivían una docena de familias, la mayoría alrededor del patio bajo, tres o cuatro en el corredor de arriba, junto a la cocina y el retrete común, y una, la de Anita, en la parte más soleada, entre el lavadero y la azotea. Anita era el alma del lavadero: las vecinas procuraban acudir allí cuando Anita preparaba su pila, y allí se posaban los niños más chicos de la casa, en cuclillas sobre el suelo o sentados en los peldaños más frescos de la escalera de la azotea, para oírla cantar y contar las mil historias desvergonzadas que hacían reír hasta las lágrimas a las mujeres y dejaban perplejos a los niños. Hasta el lavadero se acercaba también, algunas veces –cuando su madre se lo permitía-, Ramirito, el tonto de la calle, un hombretón de veintitantos años que entretenía sus horas jugando a la rueda con la chiquillería del barrio o masturbándose delante de las vecinas más viejas, las cuales solían reírle la gracia.

Cuando, a poco de cumplir los nueve años, la melliza Mercedes murió de meningitis se hizo el silencio: en la casa, en la calle y en el lavadero, y las mujeres prohibieron a Ramirito entrar en el patio desde un día en que el muchacho, enterado de la desgracia, vino a cantarle a Anita lo que había aprendido en la rueda: «Merceditas ya está muerta, / muerta está que yo la vi, / cuatro duques la llevaban / por las calles de Madrid…». El gitano José, definitivamente ensimismado, fue bebiendo más y trabajando menos, de manera que, cuando el hijo apenas había cumplido los diez años, decidió que sería él quien ocupara su puesto de arrumbador en la bodega de González Byass. Allí Juan aprendería a sentar las botas y a trasegar el vino, también a ser republicano, algo que llenó de emoción y orgullo el pecho de su madre, pero que a él, andando el tiempo, le depararía la cárcel y la muerte, aunque esa es otra historia.

Anita rompió su silencio en la primavera de 1904, un día en que subió a tender a la azotea y vio, desde allí, cómo unos obreros estaban cerrando con ladrillos y cemento una de las salidas de la calle Nueva, la que se abría a la calle Armas de Santiago, la que quedaba justo enfrente de la esquina del cuartel y de la casa grande del comandante. Alarmada, bajó las escaleras, cruzó el patio, salió a la calle (no lo había hecho desde la muerte de la niña) y se acercó, decidida, hasta aquellos hombres que levantaban la tapia. «Nos han mandado del Ayuntamiento –le explicaron-, por lo visto el Rey va a pasar por aquí».

Luego Anita volvió sobre sus pasos y se presentó en casa de su suegra, al final de la calle de la Merced. Sabía que allí llegaba el periódico de vez en cuando y que un vecino de Dolores, Augusto, que sabía de letras, lo leía en voz alta a quien se lo pidiera. Sí, el rey iba a visitar Jerez, le explicó el hombre; Alfonso XIII –que, por lo visto, tenía buenos amigos entre los bodegueros y que más de una vez había pasado la temporada de caza en alguna finca cercana- iba a hacer una visita oficial a la ciudad; decía el periódico que lo previsto era que, a primera hora, hubiera una misa en La Colegial, adonde llegaría el monarca bajo palio, luego iría hasta el cuartel de San Dionisio, y allí saludaría al Regimiento de Lanceros de Villaviciosa, que habían sido héroes en la Guerra de África, y finalmente se dirigiría, en coche de caballos, a las bodegas Domecq, donde sería agasajado con un almuerzo de gala. «Están tapiando tu calle porque el coche del Rey tiene que pasar por allí, por la de Armas de Santiago, ya han tapiado la calle Cantarería, no quieren que el rey vea a los gitanos».

En el camino de regreso a su casa, Anita compró un kilo de tagarninas, dos trozos grandes de tocino fresco y un hueso de espinazo. A las vecinas, cuando llegó, les explicó por qué estaban tapiando la calle y les dijo que eso las iba a librar, ese sábado, de los molestos paseos de los soldados, que cuando salían del cuartel con permiso curioseaban por allí, se asomaban a los patios y asustaban a los niños con sus pistolas. Luego se puso a cocinar una berza en una olla grande y encargó a su hijo que, al otro día, le trajera todo el vino que pudiera acarrear de la bodega.

El día de la visita de Alfonso XIII amaneció plácido y soleado. Al mediodía Anita bajó la olla de berza al patio y empezó a repartir a las mujeres y a los niños, Felipa sacó la guitarra y con los primeros rasgueos apareció en la puerta Ramirito queriendo bailar. Lo dejaron entrar. Bebido y comido, Ramirito se quitó los pantalones con la intención de masturbarse, pero Anita se lo impidió: cortó las flores más aparatosas de los geranios recién brotados, hizo con ellas una especie de corona y se la colocó al tonto en el pene. Las mujeres hicieron corro y le cantaron la jerigonza: «Que salga usted, / que lo quiero ver bailar, / bailar y brincar, saltar por el aire, / con lo bien que lo baila mi niño, / dejadlo solo, solo que baile…”

Aquella fiesta de la calle tapiada fue memorable, hizo historia en el barrio, y sobre todo fue el primero de los muchos jolgorios que, promovidos todos por Anita Lago, hicieron que el nombre de la única paya de la calle de los gitanos quedara para siempre en la memoria de cuantos la conocieron.

CODA

Cuando en las navidades de 1981 entré en la calle Nueva para intentar grabar las coplas de zambomba de las gentes de esa zona, conocí a María Soto, de más de noventa años en aquel momento. Yo sabía de Anita Lago por las conversaciones escuchadas bajo la mesa, en mi infancia, a mi madre y sus hermanas, todas nietas suyas. Sabía de su genio, de cómo sacó adelante, con alegría, a varios miembros de su familia en una época plagada de penurias, así que pregunté a María por mi bisabuela. La recordaba. Y fue María quien me contó lo de la fiesta de la calle tapiada, y lo del baile de Ramirito, y por supuesto lo de la corona de flores con que Anita adornó su pene, algo que yo no había oído de pequeña, o que no había comprendido, porque también a mí –como a María- me hubiera ahorrado algún disgusto el saber que los tontos tienen una polla enorme.

CURRICULUM

María Jesús Ruiz (Día de san Juan de 1962), es doctora en Filología Hispánica, profesora titular de la Universidad de Cádiz y escritora. Dedica su docencia e investigación a la literatura oral, el patrimonio cultural, la narrativa de los Siglos de Oro y la literatura del exilio español del 39, temas de los que ha impartido clases y seminarios en varias universidades españolas (Jaén, Castilla-La Mancha, UNIA, UIMP), europeas (Colonia, Bielefeld, Burdeos, Moscú) y americanas (La Habana y Filadelfia), así como en diversos Centros de Enseñanza del Profesorado.

Desde 1985 ha realizado ininterrumpidos trabajos de campo recolectando textos de tradición oral en todos los municipios de la Andalucía Occidental, Sierra de Madrid, parte de Extremadura, Canarias, Cantabria y Asturias.

Es evaluadora experta en patrimonio de la Agencia Nacional Española para la Evaluación de Proyectos de Investigación (ANEP) y miembro de varios comités científicos y organismos vinculados al patrimonio cultural, como la Cátedra de Estudios Europeos del Patrimonio (Consejo Superior de Investigaciones Científicas).

En la Universidad de Cádiz ha ocupado los cargos de Directora General de Cultura (2003-2006) e Inspectora de Servicios (2009-2011).

Es autora de una veintena de libros y de más de un centenar de artículos relacionados con la tradición oral y el patrimonio cultural, entre los que cabe destacar En la baranda del cielo: romances y canciones infantiles de la baja Andalucía (Sevilla, Guadalmena, 1990), El romancero tradicional de Jerez (Premio de ensayo 1990 de la Caja de Ahorros de Jerez), La tradición oral del Campo de Gibraltar (Diputación de Cádiz, 1995), Al vaivén del columpio: fiesta, coplas y ceremonial (Universidad de Cádiz, 2008), Crónica popular del Doce (Sevilla, Alfar, 2014), o La zambomba de Arcos de la Frontera: cuaderno de campo (2017). Entre sus investigaciones sobre literatura del exilio español del 39 se encuentra la edición de La molinera de Arcos (Ayuntamiento de Arcos de la Frontera, 2007) y su colaboración en Pequeña memoria recobrada: libros infantiles del exilio (Madrid, Ministerio de Cultura, 2008). Desde 2008 es codirectora de la colección editorial ArteyCrimen (Valencia, Tirant lo Blanc).

En el terrero del ensayo ha publicado El mundo sin libros (Pamplona, Lamiñarra, 2018) y Lo contrario al olvido: de memoria y patrimonio (Lamiñarra, 2020). Es también autora del libro de relatos La música me hacía llorar. Cuentos de sueño y de vigilia (Huelva, Versátiles Editorial, 2022). Actualmente tiene en prensa una edición de la poesía de Alejandro Casona, La flauta del sapo (Tenerife, Diego Pun Ediciones) y el libro Culantrillo llama a la puerta: catálogo y poética del romancero tradicional infantil (Universidad Nacional Autónoma de México – Universidad de Castilla-La Mancha).