Francesc González Molinero
Ilustrísimo y Peculiar Decano Estulto
Discurso de ingreso en la Academia Estúpida de las Artes y las Letras.

Presentado por el aspirante a idiota Francesc González

Estimados colegas y amigos, aprendices aún de semejante disciplina:

Nuestra Academia ha propagado sus efluvios hasta cotas indescriptibles. Su filosofía no se basa sólo en el estudio exhaustivo de la estupidez, sino que se acrecienta por vía oral como las grageas que a veces tomamos para el dolor de la regla o la incipiente descortesía de nuestros estómagos. El arte ha de considerarse en los términos que hace un rato planteaba el profesor Costa cuando apuntaba a la sinrazón para llegar a entender -si acaso-, tan menestorosa disciplina. El arte, es helar-te, es decir: el estadio gélido de su pureza antes de su traslación al deshielo y consiguiente propagación entre las tribus urbanitas que todo lo frivolizan.

Bajo estos supuestos, la tontería se hace más visible y se traslada para convertirse en reflexión escrita hasta  quienes, inmisericordes, utilizan las páginas de abultados periódicos, revistas e informativos televisivos para depositar en ellos el juicio final de sus percepciones, el sudario de una penitencia anunciada. Lejos de reconocer sus deficiencias, se auto definen como críticos cuando deberían reconocerse como absolutos catetos sin derecho posible a la hipotenusa.

En el año del señor del dos mil cuatro un grupo de resueltos profesores -en un retiro espiritual celebrado durante tres días y sus consiguientes noches- en el Monasterio de de Sant Espèrit de Gilet (València), refleexionabamos en torno a lo efímero, al valor de ese tiempo casi tangencial que, como pinzas de ropa, acogen en sus puntas la leve caricia del papel frágil de nuestros pensamientos: el tránsito de la idea que nos hace acreedores del título de profesores y profesoras de lo verosímil, es decir de la idiotez sincronizada que algunos de los presentes -solidarios- también compartireis para no faltar a la verdad o por vuestra condición de bien educados.

-Es más fácil encontrar una aguja en un pajar que el punto G en la geografía de tu espalda -le dije ensimismado, a ella. Luego se dio la vuelta y se fue camino del atril en donde había depositado su estatus. Sobre el cadafalco apuntaló sus tacones y acto seguido esgrimió, voz en off y micrófono en mano: “El punto más recóndito cuya incógnita os sobrecoge; el más nombrado, el más polémico, y por añadidura el más deseado de cuantos alfabetos creís conocer cuando, ingenuos, os preguntáis sobre las posibilidades de su gozo y sobre cómo tejer en torno a él el tamiz de nuestro conocimiento para hacerlo visible y deleitaros tras su hallazgo; para que su misterio, al fin, no sea un mero agujero negro en la circunferencia de nuestro firmamento.”

Decíamos entonces que la Academia tiene que irradiar su mensaje estúpido entre quienes tienen en su haber el escepticismo más latente, entre los que mantienen prejuicios  para formar parte de ella y no sienten, por añadidura, la llamada en su foro interno.

Recuerdo la primera noche de aquel iniciático invierno, en el gélido retiro de mi celda y el frío irrumpiendo, sin permiso alguno, sobre mis depiladas extremidades tras una ingesta leve de verduras hervidas y escaso aderezo. Me apresuré a cubrirlas con una manta roida de algunos de los rocines ausentes del entorno. Fue entonces cuando noté cómo el diminuto habitáculo daba acomodo espiritual a una suerte de zarzuela de ideas (sin dobles reyes ni princesas) y al gozo ulterior que tanto antes me había sobrecogido aun a pesar de mis rezos de las “cuatro esquinitas” que aún rememoraba.

El Arte, es helarte, rumiaba una y otra vez en voz alta sin que por ello se alterara la paz nocturna entre el resto de profesores que muy problablemente ya dormian sin percibir el color de plata de una media luna con forma de C. -Ahora lo entendiendo mejor- me susurre a mi mismo. De pronto me vino a la cabeza la sensación que experimenté cuando, por vez primera, mojé la cama y a la mañana siguiente los efluvios se habían convertido en un cuadro abstracto que mi madre tardó en interpretar y para lo que requirió un viaje relámpago y ex profeso, al museo de esa especialidad en la ciudad de Cuenca.

Con la asunción de un nuevo día de aquella radiante mañana, se procedió al  feliz alumbramiento de nuevos académicos, a la  suma de detalles y al procedimiento de entrega de diplomas por autoridades de reconocida solvencia y consideración estúpida de aquella cátedra de notables. Hoy, veintiun años después de aquel célebre acontecimiento, me gustaría engrosar el número de profesores de nuestra Academia Estúpida y qué mejor manera que haciéndoos entrega de nuestros diplomas oficiales a quienes aspiráis a ocupar un sillón de por vida en nuestra realenga institución oficial y ganadera. Quiero brindar por los que hoy toméis tan valiente decisión, por los que de cuerpo presente os halláis en este lugar periférico tirando al oeste y brindo por quienes desde la organización, han propiciado este encuentro a animaros a celebrar otros para poder seguir riendo a moco tendido, con la conciencia explícita de seguir compartiendo el mismo moquero.

Gracias profesores, colegas, amigos y amigas idiotas de este género.

CURRI-CU-lo VITeh!

Francesc González Molinero (antes Paco)

Supe que había nacido cuando mi madre me advirtió de lo importante que era no salir a altas horas de la cuna, sin previo aviso. Al parecer, en la familia se había instalado una rara costumbre de salir por peteneras ante los nacimientos al tuntún. Yo, por suerte, supe hacerme currículum desde los primeros años. Para ello, no dudé en apuntarme al grupo de las niñas que, cada mes de mayo, ofrecían sus flores a María. Sus modales no eran tan abruptos como los de mis correligionarios, obstinados siempre en joder la marrana. En alguna ocasión oí una conversación en casa que giraba en torno a cómo preservar la gorrina familiar del deseo carnal de aquellos muchachos. Creo que fue entonces cuando me dio por subirme a los chopos más esbeltos a coger huevos, con perdón, a las criaturas de pluma que anidaban en las alturas. Las niñas, abajo, aplaudían mi hazaña, y aún más aquellas a las que les repartía el botín tras mi reciente hurto. Los muchachos mientras tanto, jugaban al “Corro de la patata” y al “Patio de mi casa”, aunque Elías, el más espigado, andaba obsesionado por buscar la aguja en el pajar tras el crepúsculo. Recuerdo cómo, a la sombra del olmo de la plaza, empezamos a gestar nuestras primeras acciones performáticas ayudados por la música de fondo del acordeón de “Pajas largas”, un tipo escuálido al que le atribuían hechos contra natura con especímenes alojados en el follaje.

A los nueve años, y sin aún haber comulgado, me decanté por la poesía visual influído por mi padre que tras llegar, harto, del campo, cada noche y con la indumentaria poblada aún de resina, no se resignaba a hablarnos -a mis hermanos y a mi- de esta disciplina artística que él había descubierto casualmente en una noche de insomnio mirando a contrapicado el techo inmaculado de su alcoba. Mi madre en cambio, se afanaba en preparar en la artesa la masa con la que alumbraría el pan del día siguiente, mientras nos proponía fórmulas magistrales para curarnos los padastros y el repaso al catecismo de segundo grado. Luego, en el catre, tras la ingesta de todo lo aprendido, nuestros estómagos requerían encuentros matutinos con el bicarbonato.

Yo siempre pensé que sería un descarriado, un bala perdida por mi sistemática aversión a todo lo que olía a “instituído” y a rancio y, por qué no decirlo, por las malas compañías… De ahí la permanente búsqueda de mi “yo” superlativo al que, gracias a la Academia Estúpida de las Artes y las Letras he logrado encontrar para darle cobijo. Puedo prometer y prometo, que desde mi ingreso en la misma, soy otro hombre, un académico ya al que las féminas no dudan en poner como ejemplo en su respectivos currículums formativos.